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domingo, 13 de mayo de 2012

La Defensa de la Sociedad Abierta de Karl POPPER


El mundo como universo laico es una conquista de la sociedad abierta a la que Karl Popper, que evitó en toda su vida los cafés literarios y fue tenido por infiel durante los años triunfales del estalinismo, advertía de sus muchos enemigos e innumerables peligros. El del integrismo religioso, venga de donde venga, incluso si viniera de Europa (lo que sería mucho peor), es uno de ellos. Hoy, como volvería a declarar Popper, que ya lo dijo cuando todavía no había caído el muro de Berlín, la miseria prácticamente ha desaparecido de Europa occidental, las excesivas disparidades sociales ya no son un abismo insalvable, ni por religión ni por política, la libertad de elección del individuo es inmensa, la educación es un derecho y un deber de todos, la responsabilidad en todos sus sentidos ha progresado; el paro, la esclavitud y la crueldad cotidiana, a pesar de los pesares, no son invencibles. Y todo se ha producido en un tiempo muy corto: tras la Segunda Guerra Mundial y la caída del muro de Berlín. Todos esos son hechos «occidentales», que se pueden y deben matizar, pero que resultan incuestionables si comparamos nuestro tiempo, nuestra cultura y nuestra civilización, con todos los matices que se quieran (Buenas noches, y buena suerte), con cualquier otro periodo que se elija al azar. O con cualquier otro ámbito donde la religión -por ejemplo, el mundo musulmán- ocupe un vértice tan esencial que nadie está libre de pecado, porque la religión no sólo es la ley sino la ley suprema de la convivencia cotidiana. Como antaño, cuando los tiempos de la Guerra Fría presagiaban una última batalla nuclear, regresan los miedos a Europa tras los atentados terroristas islamistas contra las Torres Gemelas, Londres, Madrid y otras grandes capitales del mundo. Otra vez el tópico de la libertad del miedo se abre camino y cercena las esperanzas de la sociedad abierta. Y la amenaza de nuevos e inmediatos atentados hace crecer ese miedo y pone a reflexionar a los gobiernos europeos, y a muchos intelectuales, articulistas y politólogos. Cogidos entre el miedo a un subyacente fundamentalismo cristiano y el pavor a un creciente fundamentalismo islamista, deciden caminar casi siempre por el medio de la calle, medida en principio de diplomática prudencia política, para acabar pidiendo perdón por la ofensa blasfema (una manera nada sutil de rendir cuentas al ofendido) y buscar vías de encuentro. Todo ello a sabiendas de que una doctrina religiosa que impide a la libertad de expresión la crítica a los mismos símbolos religiosos no cederá ni un ápice si el mundo europeo, con todos sus poderes laicos, decide perder pie, ceder en esa libertad de expresión y permitir que los fundamentalistas ganen una partida tan complicada y trascendental como la que está en juego. Algunos incluso sugieren desde la izquierda, utilizando su legítimo e imprescindible derecho a la libertad, que esa no es hoy precisamente la batalla de la libertad (otra vez la pregunta de Lenin: libertad, ¿para qué?). Como en los tiempos de la Guerra Fría, Olesen dice lo mismo que decenas de renombrados intelectuales y políticos europeos: todavía vivimos en un infierno moral, y no se deben hacer comparaciones imprudentes entre civilizaciones (so pena de equivocarnos), aunque para ello tengamos que destruir la libertad de Europa con el pretexto de que esa libertad (lo que suena a viejo) no es más que una ilusión política en muchos casos. Contra esa tibieza en exceso relativista, se ha alzado, entre otros discordantes (Buenas noches, y buena suerte, Francia) en la línea de Savater, Mendoza o Vargas Llosa, la voz de Max Gallo, ex portavoz de Mitterrand y defensor de las libertades. Gallo, con el que quiero mostrar aquí mi acuerdo sin ningún tipo de matices, viene a decir que el multiculturalismo -frente a la inteligencia política del integracionismo- es un venenoso error para Europa y todo Occidente y que defender la cultura propia, y en este caso de las caricaturas del Profeta a la libertad de expresión, ante otra ajena no significa rechazar a las demás. Y añade, frente a quienes creen lo contrario (algunos gobiernos europeos, que han dejado solo al danés, incluidos): «No ceder en los principios esenciales es el mejor servicio que podemos hacer a los más moderados dentro del Islam». La invitación de los islamistas más integristas es, para Max Gallo, de una claridad manifiesta: piensen ustedes como nosotros (amordácense ustedes) y así no tendremos que censurarlos. ¿Y si no, si queremos seguir manteniendo la libertad de expresión como una de las más importantes expresiones de la libertad? Entonces seremos amenazados y lo seremos cada vez que la ley islámica lo considere una falta de respeto. ¿Por qué, entonces, vemos cómo tantos sufren otra vez la ceguera intelectual? Ahí vuelven a coincidir Popper y Gallo: es, Freud por medio, miedo a la libertad, una cuestión esencialmente psicológica, de mala conciencia moral y política.

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