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domingo, 11 de julio de 2010

Cap 1 del Pequeño Dictador

Se habla de mobbing, de bullying, del acoso en el trabajo, en la escuela. Existen también Hijos Acosadores en el Hogar.
La mayoría de los jóvenes no son tiranos, claro que no. Y en todo caso muchos más son víctimas de malos tratos que verdugos. Asimismo hemos de aseverar con rotundidad que los padres en general educan correctamente, transmiten buenas pautas educativas. Los problemas, las dificultades, son numéricamente escasos, pero repercuten negativamente en todo el entorno de los focos de tensión relacional.
Que centremos la atención en un problema cierto como el de los hijos tiranos, no debe confundirnos y hacernos creer que todo es un desastre. La mayoría de las familias funcionan muy bien. Padres e hijos se sienten orgullosos unos de otros, se apoyan, se comprenden, se respetan, se quieren, se continúan.
La Real Academia de la Lengua define el término tirano como la persona que abusa de su poder, superioridad o fuerza en cualquier concepto o materia, y también, simplemente, como el que impone ese poder y superioridad en grado extraordinario.
Querido lector/a: hace ya más de una década (Urra, 1990, 1994) que escribí y publiqué, al tiempo que informé por los medios de comunicación, que la violencia real no estaba en las calles ni en los institutos, sino en el hogar, que los niños son generalmente las víctimas, pero ocasionalmente son los agresores.
Se observa en las consultas infantiles la aparición de 'pequeños tiranos', hijos únicos (o los pequeños, con hermanos que ya han abandonado la casa) en la mayoría de los casos, que imponen su propia ley en el hogar. Son niños caprichosos, sin límites, que dan órdenes a los padres, organizan la vida familiar y chantajean a todo aquel que intenta frenarlos.
Quieren ser constantemente el centro de atención, son niños desobedientes, desafiantes, que no aceptan la frustración.
La dureza emocional crece, la tiranía se consolida si no se le pone límites. Hay niños de siete años y menos que dan puntapiés a las madres, y éstas les dicen 'eso no se hace' mientras sonríen. O que tiran al suelo el bocadillo que les han preparado y ellas les compran un bollo. Recordemos esos niños que todos hemos padecido y que se nos hacen insufribles por culpa de unos padres que no ponen coto a sus desmanes.
Su comportamiento colérico, más allá de la simple pataleta, hace temer una adolescencia conflictiva y quizá contribuya a aumentar un problema social ya serio: la violencia juvenil.
La tiranía se expone en las denuncias de los padres contra algún hijo, por estimar que el estado de agresividad y violencia ejercido por éste o ésta, afectaba ostensiblemente al entorno familiar. En estos tiempos los medios de comunicación se hacen eco de lo que está pasando en los hogares. Hay violencia (en distintos grados) y desesperación. Hay fugas del domicilio, absentismo escolar, robos, engaños; en otros casos, el hijo o hija entra en contacto con la droga y es a partir de ahí donde se muestra agresivo/a, a veces con los hermanos... Distinguimos como tipos de maltrato de los hijos hacia sus padres:
• Conductas tiránicas: buscan causar daño y/o molestia permanente, utilizando la incomprensión como axioma. Amenazan y/o agreden para dar respuesta a un hedonismo y nihilismo creciente. Se posicionan desde 'el grupo de iguales' en oposición a los otros: 'Somos jóvenes', la consecuente exigencia de algunos mal llamados derechos. Eluden responsabilidades, culpabilizando a los demás.
• Utilización de los padres: bien como si fueran padres en 'usufructo' o como 'cajeros automáticos'. Chantajeándolos y haciéndoles copartícipes de sus 'trapicheos' (ya sean con droga...). Usando la denuncia infundada para conseguir lo que quieren.
• Desapego: transmiten a los padres que profundamente no se les quiere.
Genéricamente no son adolescentes que puedan ser definidos como delincuentes. La mayoría de ellos no llegan a agredir a los padres. En muchas ocasiones han abandonado los estudios y no tienen obligaciones ni participan en actividades o relaciones interactivas.
A la penosa situación en que un hijo arremete contra su progenitor no se llega por que éste sea un perverso moral, o un psicópata, sino por la ociosidad no canalizada, la demanda perentoria de dinero, la presión del grupo de iguales... pero, básicamente, por el fracaso educativo, en especial en la transmisión del respeto, y, si no: ¿por qué en la etnia gitana no acontecen estas conductas, muy al contrario, se respeta al más mayor?
El niño o joven que se droga, que se implica con algún grupo de iguales disociales, que se fuga... no va a ningún sitio, sólo huye de la incomprensión, la falta de atención, de afecto, seguramente de un maltrato (entendido éste con más amplitud que el específicamente físico). Se maltrata a nuestros jóvenes cuando no se les transmiten pautas educativas que potencien la autoconfianza, ni valores solidarios y, a cambio, se les bombardea con mensajes de violencia. Se les maltrata cuando se les cercena la posibilidad de ser profundamente felices y enteramente personas.
Las 'causas' de la tiranía residen en:
• Una sociedad permisiva que educa a los niños en sus derechos pero no en sus deberes, donde ha calado de forma equívoca el lema 'no poner límites' y 'dejar hacer', abortando una correcta maduración. Para 'no traumatizarles' se les cede, permite y ofrece todo aquello que se dice no tuvieron sus padres o abuelos. Hay falta de autoridad.
Es obvio que se ha pasado de una educación de respeto, casi miedo al padre, al profesor, al conductor del autobús, o al policía, a una falta de límites, donde algunos jóvenes (los menos) quieren imponer su ley de la exigencia, de la bravuconada.
El cuerpo social ha perdido fuerza moral; desde la corrupción no se puede exigir. Se intentan modificar conductas, pero se carece de valores.
Igualmente parece existir una crisis de responsabilidad en la sociedad, una falta de compromiso que no sólo ha generado cambios en los niños. En España, hemos pasado de la moral del sacrificio y la renuncia, al hedonismo. Todo se quiere alcanzar sin esfuerzo. En la sociedad del bienestar, del consumo, se procura dejar de asumir responsabilidades que después pueden conllevar problemas: por ejemplo, acompañar a los niños a una excursión.
Y es que, como dice el doctor Enrique Rojas (1998), 'en la actualidad hay un vacío moral, y el materialismo, el hedonismo, la permisividad, el relativismo y el consumismo son los valores que imperan en la sociedad. Estos valores han surgido a raíz de los grandes cambios sociales y tecnológicos ocurridos en los últimos años, como la revolución informática, la preocupación por los derechos humanos y la caída del bloque comunista, entre otros'. Por tanto, consideramos que el sistema de valores actual y las pautas educativas permisivas inciden en gran medida en los hijos despóticos.
• Unos medios de comunicación, primordialmente la televisión, en los que es incuestionable que la 'cascada' de actos violentos (muchas veces sexuales) difuminan la gravedad de los hechos.
Nada tiene que ver el disparo del Séptimo de Caballería contra los indios (o viceversa), que nosotros veíamos, con la brutal carnicería en la que hoy se deleitan. O anuncios de juguetes que dejan en la mano del niño la capacidad para decidir 'la vida del otro'. O peligrosos, como 'el niño será rubio, tendrá los ojos azules'. O vídeos tan esperpénticos como Muñeco diabólico, Suicídate y descansa para siempre o Comando terrorista.
La televisión es utilizada por muchos padres como 'canguro', el golpeo catódico continuado invita ocasionalmente a la violencia gratuita y en general adopta una posición amoral al no definir lo que socialmente es adecuado de lo inaceptable.
Nos rodea un alto grado de zafiedad y mal gusto. No se ha de desplazar toda la responsabilidad a los medios de comunicación cuando hay una 'moda de inmoralidad'.
• El gran cambio que se ha producido en la forma de vida. Los niños pasan mucho tiempo solos. No viven a su ritmo. Lo bueno parece ser hacer todo cada vez más deprisa; vivimos a las órdenes del reloj. No hay tiempo para escuchar, contar cuentos, o jugar con los hijos; estamos demasiado cansados. Los niños viven con estrés; los llamados «niños agenda» completan sus horas con actividades extraescolares. El peso de las condiciones del entorno también afecta a las relaciones de los padres y las madres.
• Una estructura familiar que se ha modificado.
- Las familias tienen uno o dos hijos, a los que no les pueden faltar 'las zapatillas de marca'. Se destronan pocos 'reyes de la casa', que seguirán siéndolo toda su vida. A su vez, las familias nucleares tienen poco contacto con otros miembros familiares. Las madres primerizas se encuentran solas en su tarea.
- Se aprecia mucha desestructuración de parejas de adultos, que revierten negativamente en los hijos. En las familias en que ha habido una separación, y que se vuelven a recomponer, se acaba cediendo y consintiendo en muchas situaciones para evitar conflictos.
- No hay muchos foros de comunicación social; se vive más de cara adentro en las casas. La Iglesia, que ha propiciado tradicionalmente el teatro, cine forum... actividades para jóvenes montañeros, grupos de matrimonios, de familias cristianas, que ha concitado reuniones para la reflexión en base a encuentros, ejercicios espirituales..., ahora ha ido replegándose ante una sociedad que ha cambiado sus hábitos respecto a la espiritualidad (cuando no los ha abandonado). Lo cierto es que pocas redes sociales han sustituido de algún modo el papel que la Iglesia realizaba. Existen ONG e instituciones para la juventud, pero puntuales, dispersas.
• Las diferencias educativas entre:
- Los padres, porque los modelos y referentes son muy distintos de unas casas a otras. Existen diversos tipos de familias, algunas monoparentales y, sobre todo, se aprecia mucha soledad, sobreprotección, se dan los dos extremos, los 'niños-llave' (que llevan su llave colgada en el cuello y pasan muchas horas aislados viendo televisión) y los niños a los que se les acompaña en todo.
- Los padres y profesores. Normalmente el maestro sí controla y contiene a los niños. Lo que la madre no consigue con los más pequeños la maestra lo soluciona sin problemas: recoger los juguetes, que se pongan el abrigo. En esta relación, en ocasiones hay desconfianza recíproca casa-escuela. Socialmente no se reconoce suficientemente a la escuela.
• Que algunos padres no ejercen su labor. Han dejado en gran medida de inculcar lo que es y lo que debe ser. No tienen criterios educativos, intentan compensar la falta de tiempo y dedicación a los hijos, tratándolos con excesiva permisividad. De las tres formas clásicas de control: la autoridad, la competencia y la confianza, hoy pareciera que sólo funciona la última. Los padres quieren democratizar su relación con sus descendientes adoptando estas posiciones protectoras, pero añorando las relaciones de autoridad que facilitaban que las normas se cumplieran. Consiguen sólo a veces lo deseado, sin imponer autoridad, mediante el 'chantaje emocional'. Padres que parecen tener miedo a madurar, a asumir su papel.
Psiquiatras, psicólogos infantiles y profesores se enfrentan a un problema educativo, para cuya solución se requiere en primer lugar que los padres aprendan a serlo. Es labor de los progenitores hablar con sus hijos, escucharles y preocuparse por ellos, conocer con quién y dónde andan. Hay padres que no sólo no se hacen respetar, sino que menoscaban la autoridad de los maestros, de la policía o de otros ciudadanos cuando, en defensa de la convivencia, reprenden a sus descendientes.
Los roles parentales clásicamente definidos se han diluido, lo cual es positivo si se comparten obligaciones y pautas educativas, pero resulta pernicioso desde el posicionamiento de abandono y el desplazamiento de responsabilidades. Hay miedo, distintos miedos: el del padre a enfrentarse con el hijo, el de la madre al enfrentamiento padre-hijo. El de 'la urbe' a recriminar a los jóvenes cuando su actitud es de barbarie (en los autobuses, metro...); caemos en la atonía social, no exenta de egoísmo, delegando esas funciones a la policía, a los jueces, que actúan bajo 'el miedo escénico'; así no se puede solucionar el problema.
Los niños pueden no ser inofensivos, pero sí inocentes. Su culpabilidad, su responsabilidad ha de ser compartida por quienes los educamos o mal educamos, los que olvidamos darles las instrucciones de uso para manejar la vida y no les indicamos cómo respetarse a sí mismos y a los demás.
Algunos tienen claro que lo que les ocurra a los chavales es íntegramente responsabilidad de sus padres. Son ellos quienes deben llevar las riendas, a pesar de que en muchos momentos lo más cómodo sea soltar cuerda y relajarse un poco. No es una cuestión de confianza. Hay que ser conscientes de que los jóvenes no tienen un criterio claro de lo que es bueno para ellos y de lo que no. Y es lógico, porque son adolescentes, por mucho que la sociedad se empeñe en tratarlos como 'pequeños' adultos. Todo va demasiado rápido, y tienen que conseguir vivir al ritmo que necesitan para su desarrollo, que no es el que marca el exterior. Hay problemas que no aparecen si no se los va a buscar. 'Yo creo que es como cuando se aprende a conducir -nos comentaba un padre de adolescente en plena ''efervescencia''-. El que va al volante es el aprendiz, pero es el profesor el que tiene la obligación de dirigir, dar las indicaciones y, si es necesario, dar un frenazo antes de que se produzca el choque. Pues es lo mismo'.
Cuando vemos a jóvenes con su yo interior roto, que no van a ninguna parte, que están exiliados del mundo, que escriben su vida en la arena, que se dejan llevar por el oleaje de las demandas, del consumo, de las modas, de la droga, de los impulsos, no somos sino espejos de esa misma agua.
No se trata de culpabilizar genérica y tontamente a la sociedad, pero sí de erradicar del imaginario colectivo la falsa creencia de que existe el perverso polimorfo, el que «nace torcido», el cien por cien responsable de sus actos.
En todo momento, nuestra vida está indisolublemente unida a otras vidas, sobre todo en la infancia, y hay quienes reciben como legado la orfandad de afecto, de serenidad, de amor, de seguridad, de indicaciones para autogobernarse en libertad.
Hemos de educar a nuestros jóvenes, y ya desde su más tierna infancia hay que enseñarles a vivir en sociedad. Por ello han de ver, captar y sentir afecto, es preciso transmitirles valores. Entendemos esencial formar en la empatía, enseñándoles a ponerse en el lugar del otro, en lo que siente, en lo que piensa. La empatía es el gran antídoto de la violencia, no hay más que ver el menor índice de agresividad de las mujeres y relacionarlo con el aprendizaje que reciben de niñas. Precisamos motivar a nuestros niños sin el estímulo vacío de la insaciabilidad.
Educarles en sus deberes y derechos, en la tolerancia, soslayando el lema 'dejar hacer', pero marcando reglas, ejerciendo control y, ocasionalmente, diciendo No.
Instaurar un modelo ético, utilizando el razonamiento, la capacidad crítica y la explicación de las consecuencias que la propia conducta puede tener para los demás. Acrecentar su capacidad de diferir las gratificaciones, tolerar frustraciones, controlar los impulsos y relacionarse con los otros. También debemos fomentar la reflexión como contrapeso de la acción, la búsqueda de la perspectiva correcta y el deseo de integración social.
Entre todos hemos de ayudar a las familias (niño-familia-contexto) facilitándoles que impere la coherencia y se erradique la violencia, que exista una participación más activa del padre.
Hombres y mujeres, juntos, debemos impulsar que la escuela integre, que trabaje y dedique más tiempo a los casos más difíciles.
El que haya jóvenes desahuciados del mundo, de sí mismos, que se revuelven contra los otros (padres o no), es un mal que está en la sociedad. No se trata de ideologías progresistas o reaccionarias, sino de evitar la 'ley del péndulo', del niño atemorizado al educador paralizado.
Como conclusión estimamos poder convenir, siguiendo el hilo argumental, que la tiranía infantil refleja una educación (si así puede llamarse) familiar y ambiental distorsionada que aboca al más paradójico y lastimero resultado, dando alas a la expresión 'CRÍA CUERVOS...'.

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